måndag 20 juli 2009

Plenilunio

No soy experta en lunas dijo ella una vez, referida al poeta español que fue perito en aquellas. Mucho hacía que, los sables de los generales habíanle negado, luces, luceros, estrellas. En una noche cualquiera olvidaba la niña su luna que era como su abuela decía: moruna, montuna, y cascabelera.

De no cultivar la costumbre de consultar el almanaque de los periciclos de la astronomía, derivó que sorprendidas fueron no pocas sensibilidades, por la uña dorada que la última noche del solsticio rasgaba los gruesos cúmulos que bajaron por la ruta de la Osa Mayor.

Era el borde de un inmenso cuchillo de luz cortando a tajos las tinieblas abruptas.
Apareció la esfera refulgente bañando de reflejos dorados el lado oscuro de la tierra, en tanto que desde el bosque profundo percutía en heco el desespero de las fieras.

Duerme la urbe y sobre el asfalto resuenan caóticos pasos!

Es Zoraida, a quien el exilio se le reveló congénito, por lo que sólo conserva una tenue idea de la tierra de sus ancestros, lo que tal vez sea la causa de la recurrencia de sus constantes desafíos a las prohibiciones del altísimo.

No cubre en velo su exótica cabellera encrespada de negras sortijas. Rara vez prescinde de su estrecha minifalda negra que suele llevar puesta hasta en las tardes más borrascosas, y con frecuencia se da a templar su carácter con generosas copas de aguardiente puro.

En algún lugar ha quedado una botella vacía, lanza voces, Zoraida, que hacen vibrar las paredes mudas. Ríe escandalosamente después de una jerigonza, luego prorrumpe en llanto desesperado, clamando a gritos la presencia de Gaírdh bel Amín, el héroe ausente de anteriores batallas de temperamento y líbido, libradas con ardor tenaz.

Fija la vista con pavor en el bandajo dorado que pende de las alturas, corre por la calle ancha Zoraida fuera de sí, con el nombre de su amante convertido en heco estentóreo saliendo de una garganta profunda.
Sopla un viento premonitorio y cúmulos oscuros emborronan la refulgencia de la esfera del plenilunio.
Volviendo sobre sus pasos, vuelve a correr haciendo sonar los tacones de sus zapatos como castañuelas discordantes de suela y cemento. Caen en cascadas torrentes de lágrimas sobre una palpitante turgencia; los embates de su pecho trocan en aullido sobrecojedor.

Ha llegado al lado oeste del barrio, allí donde tiene su refugio Gaírdh bel Amín, quien siguiendo los hábitos del tigre, después de amar, ha buscado la soledad de su escondite recóndito.
Se planta Zoraida en los bajos de los edificios y eleva su lamento hasta estremecer el alma de los muros circundantes.

La luna llena está ahora a mitad de la bóveda azul oscuro, pasan los transeuntes apresuradamente en busca de calor humano. Deja presentirse otra vez el llamado de la bestia desde la profundidad lóbrega que se despeña más allá del perímetro urbano.

Baja Gaírdh bel Amín por la escalera del edificio hasta el piso bajo, con trémulo pulso, toma a Zoraida por el leve talle, la conduce arriba no con pasos apresurados; acerca sus labios al oído de ella y dice quedamente con la melodiosa cadencua de la lengua del profeta: -ven acá pichoncillo extraviado, haré para tí un lecho de plumas de cisne, sobre un piso de alfombras, bajo una carpa de mantas, para que no te agobie el hechizo irresistible, esa brasa candente, ese bandajo de oro, ese plenilunio hechicero que baja por el lado del septentrión.

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